El agua, dulce y fresca, sigue manando del manantial. El cauce, prístino y pequeño, nos ha llevado a un océano de orilla a orilla.
Las gotas inocentes y frágiles del páramo no han dejado de caer. Su dulce canto de acequia y riachuelo están sonando aún.
El curso del agua fue conociendo otros cauces. A veces abruptos, violentos, de altura; otros discretos, en remanso, reposados. Hubo pantanos, lodo, rocas, que nos orillaron y aquietaron: agua estancada que no se mueve y muere. Otros seres habitaron ese estado.
Mas, el agua no para, brillante y potente, abre su cauce y reluce su fuerza. En tres riachuelos se multiplicó; trayectos vitales en busca de su propio torrente. Aguas de colores, aguas de vida, aguas que alegran y sanan, aguas en fin, de cascadas, ricos brotes, arcoiris y brisa. Roca, torrente y luz.
Los campos se han nutrido por la lluvia, la siembra y la cosecha. Los frutos de vida y de trabajos han dibujado estrellas y constelaciones. El viento límpido escruta las arboledas y anima el hogar y el fuego. Hemos labrado en la sagrada tierra de los aprendices que juegan ahora su propio destino. Y de nuestras parcelas anidadas en el capulí y el eucalipto, ha brotado nuestro norte y se ha tomado el orbe.
Te veo, mujer, en el planisferio y sueño tus pasos y gestos, anhelando que la chakana y el lauburu conspiren a favor nuestro. Enlazo mis dedos y siento apretar los tuyos y nuestro andar se hace ligero y constante.
Una recarga de peces remece el barco, nuevas corrientes hinchan las velas. Quiera el buen Dios, y nos dé, cada día, la memoria, el empeño, la salud, el amor y la gracia para andar, volar, navegar otros tantos marzos, juntos, hasta el final.






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